Título: Almira
Ella ocupaba todos sus pensamientos. Sólo recordar su nombre hacía que le brotara aquella liviana sonrisa.
Cada día, en un determinado momento, ella tomaba posesión de su mente de tal forma que debía tomarse un respiro en su quehacer diario y dedicarle todos sus pensamientos.
No podía olvidar aquella aleya del Corán que ella tanto elogiaba: “Y entre Sus portentos está el haber creado para vosotros parejas de vuestra misma especie, para que os inclinéis hacia ellos, y haber engendrado amor y ternura entre vosotros. (Corán 30: 21-22).
Habían compartido un mundo con muchas privaciones, con tantos traslados, con tanto obstáculo. Muchos silencios en su vida. Demasiados miedos a no ser aceptados pero las miradas de ella aliviaban todos esos sinsabores.
Edificaron su propio mundo basado en un respeto por anhelos compartidos, siempre dentro de la aceptación de la religión como parte de su propia vida sin que constituyera una carga, al contrario. ¡Cuántas veces ella le pidió que le recitara sus aleyas favoritas!.
¿Y ahora? Se las seguía recitando. Cuando la añoranza de su mujer le atenazaba, las decía en voz baja. Empezar a declamar aquellas palabras mágicas y automáticamente surgía en su cabeza, su cara.
Ahora mismo la sentía tan cerca. Su aliento rozaba tibiamente su cara. Aquel aroma tan característico. Una mezcla entre miel, canela, romero y especias.
Eligió ese banco, allí en aquella plaza donde hombres y mujeres, unidos por su amor y trabajo, vendían sus productos, entre el bullicio de muchos visitantes que gustaban de pasear entre los puestos.
En ese preciso momento y en aquel precioso lugar, la sentía más próxima y volvía a asomar esa tibia sonrisa que provocaba evocar su recuerdo. Aquella mujer que fue su refugio, su paz, su consuelo y su aliento.
Nunca dejaré de pensar en ti, Almira.
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