




Un cajón de sastre donde poner todo lo que me llame la atención, ya sea escrito, en imágenes o en vídeo, esperando que lo disfruteis tanto como yo.
Vivianne Reding, Comisaria Europea de Sociedad de la Información y Medios de Comunicación (la pobre debe llevar tarjetas de visita DIN-A-4, jejeje), que me cae fenomenal por este asunto, -ya veremos si sigue por ese camino-, ha decidido expedientar y denunciar ante la Unión Europea a las autoridades españolas, úsease nosotros porque si perdemos a ver quién va a pagar si no los de siempre, por no tomar las medidas (anda que no hace años que lo dijeron y aquí se lo pasan por el arco del triunfo) necesarias para no bombardearnos con anuncios (que mal llevo ese del novio que invita a su enamorada a cenar y según entra le pregunta por la música y él la corrige, hasta que acaban con San Ignacio, el fabricante de ollas, sartenes, etcétera. Odioooooo este anuncio!!!!!!!!!).
Volviendo a “la Reding”. El expediente resalta que las “más peores” del país son Antena3 y Teletimo, digooooooo Telecinco (en qué estaría yo pensando!!!!). En su informe, explica detalladamente que nuestras autoridades no nos protegen como debieran, del bombardeo constante y abusivo de la publicidad (mira que hay veces que hasta repiten en el mismo corte 3 veces el mismo anuncio, por no hablar de la calidad del comercial).
Hace años que la Comunidad Europea avisa a España que este asunto está de pena, penita, pena, pero da igual el Gobierno (pepé o popó, pesoes o pesaos, en fin, de cualquier color) porque pasan como de comer ortigas. Y ahí estamos todos sufriendo constantemente la lacra de los anuncios.
Estamos de acuerdo que hay ocasiones en las que viene genial. Te da tiempo a preparar la comida del día siguiente, vas al baño, te lavas los dientes, charlas con tus hijos, llamas a una amiga, pero cuando lo que quieres es ver una serie que dura 35 minutos y la estiran a 1 hora y media, yo personalmente me suelo dormir, lo que me lleva irremediablemente a cometer un delito. Pos sí, soy una delincuente y mira que me he resistido mucho tiempo a cometerlo pero ha llegado el momento. Me confieso.
Resulta que para seguir alguna serie de las que me encocoran, he decidido sugerirle a mi hijo mayor –quizás sufriendo una enajenación mental transitoria (ya voy buscando eximentes “porsiaca”)- que me ……… eso que hace una burrita monísima en los ordenadores??? Pues eso, para poder ver la serie sin que se me olvide de qué iba. Porque además de sufrir momentáneas enajenaciones mentales, también tengo problemas de memoria y para cuando quiere acabar la película o la serie, ya ni recuerdo como empezó.
Así que en aras de que mi salud mental no siga sufriendo retrocesos, y, a la espera que la Sra. Reding consiga su objetivo (ánimo guapa que torres más altas han caído aunque tus predecesores no lo hayan conseguido), seguiré “cometiendo delitos” enajenada de los pies a la cabeza.
Segunda parte y cuando se convierte en culebrón animado por vosotros
Ahora el final
Después de abandonar el “chateo” por ordenador y mantenernos en contacto a diario, por teléfono, Gonzalo, en un arranque de valentía, decidió espetarme un buen día, sin mediar más que un sucinto “Hola”: “Montse, hace una semana que hay sol cada día y no hemos quedado”.
Trás una árdua “ronda de consultas” entre mis indispensables, decidí devolverle la llamada y quedar el viernes. A él le pareció una idea estupenda y me dijo que me prepararía una sorpresa. Quedamos en el mismo Vips pero a una hora muy extraña, a las 12’30 del mediodía. Ya le dije que eso me obligaba a tener que salir antes del despacho pero al final, claudiqué.
El día amaneció soleado aunque fresco y después de una lucha encarnizada con mi armario, llegamos a un acuerdo final. Elegí taconazos ya que con él había margen, pantalones poco cómodos pero que me hacían “tipín” y una blusa de seda que sugería mucho pero no revelaba nada. Además me encantaba porque llevaba bordadas mis iniciales en el puño, era lo que se llama, la “blusa de la buena suerte”.
No le dije en ningún momento que le conocía así que volví a coger el pañuelo rojo, para disimular, y después de una mañana intensa de trabajo, convenientemente retocada, me dirigí al Vips.
Según abrí la puerta vi un periódico “El Mundo” sujeto por unas manos sin dueño, porque el resto estaba escondido detrás, y un sombrero de ala ancha sobre la mesa. Me acerqué despacio y dije: “Hola Gonzalo”.
Muy amable se levantó y me dio dos besos, que correspondí por aquello de aprovechar para echar una “olidita” por si acaso era de los que el agua no le penetra, más bien le resbala.
Llamó a la camarera para pagar y en ese momento, y como el que no quiere la cosa, le hice una “radiografía” de arriba abajo. El desasosiego se apoderó de mí. Yo como un pincel y el parecía que iba a “escarbar cebollinos”.
Cogió la carretera de “La Coruña” y posteriormente el desvío a Galapagar, mientras conversábamos de temas de actualidad. No estaba yo para otras cosas. Mis retinas tenían dos imágenes nítidas: su disfraz de “Coronel Tapioca” y mis tacones de aguja de 10 centímetros. Algo había ahí que me “chirriaba”.
A medida que iba cogiendo nuevas direcciones, mis ilusiones, al paso por diversos restaurantes, ya que me había dicho que me llevaba a comer a un sitio muy especial, se iban enfriando por segundos, hasta que llego el momento “fin del mundo”.
Íbamos por un camino de tierra y allí no había más que encinas. Miré mis botas de ante marrón y las encomendé a San Judas Tadeo. Estaba asumiendo que de aquella no saldrían bien paradas.
De repente frenó y me pareció ser la niña del exorcista porque giré mi cabeza a una velocidad increíble. No había nada civilizado. Una valla de piedra, encinas, piedras, polvo y algo de barro seco.
Salimos y me llevó a una formación granítica (me permito esta licencia porque si hubiera puesto “piedra”, todos habríais pensado que me iba a hacer “vuelta y vuelta”, jejeje), llevando en la mano una bolsa de deporte.
Nos instalamos, él mucho más fácil que yo, en el peñasco y sacó 4 servilletas de papel que extendió, mientras las sujetaba con una lata de foie-gras “La Piara”, una lata de sardinas picantes, otra de berberechos y, como plato estrella, una cajita de plástico con ensalada alemana comprada en El Corte Inglés. Sacó una botella de vino tinto (no quise ni mirar la marca porque mi pelea era sujetarme la chaqueta tan mona, la camisa de seda que se abría por todas partes, y lloraba internamente por los arañazos de mis botas) y dos vasos de plástico.
No sé en cuál, de las muchas conversaciones, debí hablar de mi gusto por la Naturaleza y las cosas sencillas, pero evidentemente su idea y la mía, sobre el tema, no coincidían en nada.
Superé el trance como pude, la comida la hice como si me persiguiera “El cobrador del frac” y zampándome media botella de vino acompañada por innumerables cigarrillos, cuyas colillas guardé, procuré evadirme de la desastrosa cita.
Recuerdo como en una nebulosa, mis contestaciones lacónicas y no podría decir qué me contó. En aquel momento me importaba un bledo su trabajo, su casa, sus hobbies y su deporte favorito.
Cómo no se le ocurrió decirme que la cita iba a ser rupestre como las pinturas???? Que el momento lírico-bucólico sería subidos a un peñasco, viendo vacas de lejos y con una rodaja de pan untada con foie-gras????
La vuelta se me hizo eterna pero según llegaba a Moncloa le dije que prefería quedarme allí porque iba a ver a una ancianita amiga de mi madre que vivía allí mismo, por si acaso se le ocurría “adosarse”.
Me bajé de aquel coche con lágrimas en los ojos, el corazón roto y la lengua ardiendo por las sardinas picantes. Las lágrimas eran por mi atuendo lleno de líquenes y algún que otro cardo que me habían despellejado las botas, me habían sacado hilos del pantalón y por un creciente ardor en la boca del estómago que no presagiaba nada bueno.
Me fui a una tienda de telefonía donde adquirí el móvil que tengo ahora. Pasé el final de la tarde y noche, cambiando los teléfonos y mandando mensajes a todos los conocidos para avisarles de mi cambio de número por “pérdida”.
Al cabo de una semana, sin haber contestado a ninguna de sus llamadas y ya convencida que todo el mundo conocía mi nuevo número, le mandé un mensaje diciéndole que quedábamos a las 4 en la misma piedra de nuestra cita.
Cuando Gonzalo llegó se encontró, sujeto con mi antiguo móvil desactivado, una lista enorme de cosas qué hacer en una primera cita con una pregunta y una recomendación final: “¿Ves algo que se parezca a nuestra primera cita? Cuando quieras llevar a una mujer a triscar por los montes, avísala primero”.
La blusa de la buena suerte, junto con las botas, pasaron a mejor vida haciendo juego con el teléfono, el número del móvil y, por supuesto, Gonzalo.